“A partir del mes de septiembre del año pasado, lo único que hice fue esperar a un hombre: que me llamara y que viniera a verme. Iba al supermercado, al cine, llevaba la ropa a la lavandería, leía, corregía exámenes, actuaba exactamente igual que antes, pero de no tener un dilatado hábito de este tipo de actos, me habría resultado imposible, salvo a costa de un esfuerzo aterrador. Sobre todo al hablar es cuando tenía la impresión de vivir llevada por mi impulso. Las palabras y las frases, hasta la risa, se formaban en mis labios sin la intervención real de la reflexión o la voluntad. Tan solo conservo por lo demás un vago recuerdo de mis actividades, de las películas que vi, de las personas con las que me relacioné. Todo mi comportamiento era artificial. Los únicos actos en los que ponía mi empeño, mi deseo, y algo que debe de ser la inteligencia humana (prever, sopesar los pros y los contras, evaluar las consecuencias), tenían todos alguna relación con este hombre: leer en el periódico los artículos sobre su país (él era extranjero), escoger vestidos y maquillajes, escribirle cartas, cambiar las sábanas de la cama y poner flores en la habitación, apuntar, para no olvidarlo, lo que tenía que decirle la próxima vez que nos viéramos y que pudiera resultarle de interés, comprar whisky, fruta, alimentos varios para la velada que íbamos a pasar juntos, imaginar en qué habitación haríamos el amor en cuanto llegara. En las conversaciones, los únicos temas que traspasaban mi indiferencia tenían alguna relación con este hombre, con su empleo, con su país de procedencia o los sitios a los que había ido (…) Asimismo, cuando leía, el que me detuviera en una frase se debía a que hacía referencia a la relación entre un hombre y una mujer. Me parecía que me enseñaba algo de A. y que confería un significado indudable a lo que yo estaba deseando creer. Así, al leer en Vida y destino de Grossman que «cuando se ama se cierran los ojos al besar» pensaba que A. me amaba, puesto que me besaba de esta manera. Después, el resto del libro, volvía a convertirse en lo que fue para mí cualquier actividad durante un año, una manera de pasar el tiempo entre dos citas” (Ernaux)
Leo la introducción del libro “Pura pasión” y evoco los relatos de algunas mujeres. Pienso en el exceso, en lo que no encuentra cauce, pienso también en el arrebato y en el estrago. Lado mujer y lado hombre, lo femenino y lo masculino. Ellas no siempre, no todas, se salen de la métrica, desconocen las medidas, atraviesan todos los límites, los del tiempo, los del espacio, los del cuerpo. Pienso en la libertad, pienso en la locura, pienso en la pasión. ¿Que es la pasión? Lacan habló de las pasiones del ser, y en su última enseñanza, de las pasiones del alma. Entre las primeras ubicó el amor, el odio, y la ignorancia. Todas pasiones dirigidas al Otro, al cual se permanece alienado. La pasión no se puede calcular, tampoco anticipar, ni recrear, en cierto modo se trata de una elección forzada. En la novela, la protagonista se encuentra con algo imprevisible en un hombre. Eso que allí, en ese cruce, palpita, la arroba, y ella se pierde. Su realidad se difumina, solo quedan algunos trazos, de ellos se sirve para no sucumbir ante lo incierto. Cree sin sospecha que solo él, podrá colmar su carencia. Retomo este significante, pasión, y pienso también en la pasión de Cristo, la pasión de los místicos, las locuras pasionales, los estigmas, las llagas, el dolor, el ardor, una y otra vez, el cuerpo. Otro estatuto de la pasión más ligado al pathos. Pienso en la desmesura que se desata en los extremos. También pienso en Eros y en la pulsión de muerte. En la novela, la pasión reviste una posible erotomanía. Ésto no es lo mismo que el estilo erotomaníaco del amor, del cual Lacan habla, haciendo alusión a las mujeres. Él se sirve de un significante que recorta de la psiquiatría, para señalar, el afán inexpugnable, con el cual las mujeres esperan de su partenaire palabras amorosas. Ellas piden, quieren, insisten en que se les hable. Pero algunas veces, y es el caso de la protagonista de este relato, la pasión arrebata, y se eclipsan los bordes de lo propio y de lo ajeno, las fronteras se fragmentan, lo real irrumpe y arrasa. Dice Eric Laurent que cuando esto sucede “… todo hace signo de la palabra del ser amado” (Laurent, pág. 129). Se impone un postulado erotómano que en relación al decir toma la forma de la frase; “es él quien me habla” (Laurent, pág. 128). Para la protagonista, todo lo que se relaciona con ese hombre al que ama, le habla a ella, le hace signo. La protagonista se abisma y habita el mundo en un extravío. Para ella finalmente “el verbo se hace carne”.
Una mujer, no siempre, no toda, puede amar como loca, con la virulencia de la pasión como signo de lo real. Ellas, las apelantes del amor, pueden a veces perderse en lo errático de su Otro goce, en ese territorio ignoto que de pronto se revela en su vasta infinitud. El rapto, y la erotomanía, no son un destino inapelable. Hay una por una, eso es enigmático, y desconcertante. La pasión amorosa, no está ligada necesariamente a las categorías hombre, mujer, pero cuando acontece, puede no tratarse del mejor de los escenarios para los afectados, ya que hay vacilaciones y hay de lo ininteligible. Pero si de mujeres hablamos, se abre una dimensión que coquetea con lo oculto y con el misterio, algo de lo que no pueden decir demasiado. Lo que sí podemos afirmar es que, por lo general, no intentan neutralizar la pasión, no suelen ser conformistas, buscan ir más allá, y por lo tanto en ese terreno, pueden ser muy osadas. Sin embargo, hay en ellas también, un saber hacer cada vez, que no les permite desamarrarse, al menos no siempre, al menos no tanto, al menos no toda, cuando de lo que se trata es de lo contingente y azaroso del encuentro con el amor.
BIBLIOGRAFÍA
- Ernaux, A. Pura pasión.
- Laurent, E. Los objetos de la pasión. Tres Haches.
Obra de Julieta Cantarelli